Los empresarios de medios de comunicación tienen el poder para combatir adversarios políticos, hacer y destruir honras y fabricar ídolos de barro, llevando así ventaja absoluta en las elecciones. Dice al respecto Stiglitz, refiriéndose al uno por ciento más rico de la población estadounidense (que hasta 2007 controlaba el 65 por ciento del ingreso total del país, y hoy más del 90), que “… estas inversiones pueden rendir utilidades mucho más altas que las comunes, si se incluye el impacto en el proceso político”. Y añade que: “Desde que las corporaciones tienen muchos millones de veces más recursos que la vasta mayoría de americanos individuales, la decisión tiene el poder de crear una clase de promotores políticos súper ricos con un interés político unidimensional: incrementar sus utilidades”
Los empresarios que logran colocar a sus representantes en el poder diseñan las políticas de Estado, por ejemplo, el sistema fiscal, evitando ser gravados con impuestos, y legislando en su favor en cuestiones laborales, ambientales, etc., o decidiendo sobre la aplicación del gasto público. Además, imponen a sus personeros en los cargos públicos más influyentes.
Y no se vale protestar, pues quien lo haga será ipso facto acusado de delito de lesa sociedad: “provocar” la lucha de clases y con sus palabras “dividir” a la sociedad, un engaño del tamaño del mundo, pues esa lucha existe objetivamente desde hace mucho tiempo, y hoy con renovada crudeza, como lo aceptan los más conspicuos representantes del actual estado de cosas. Stiglitz cita al multimillonario #WarrenBuffet, quien tranquilamente afirma: “Ha venido ocurriendo una lucha de clases durante los últimos veinte años y mi clase la ha ganado”.
La descrita es la situación imperante en las economías dominadas por el capital, donde las campañas presidenciales son todo menos programas o propuestas, carisma, voto libre de coacción, etc., sino cuestión del peso en millones de quienes patrocinan a cada candidato.
Es la democracia de los multimillonarios, una guerra de potentados por el control del gobierno, de la que el pueblo queda excluido de facto, y, consecuentemente, la democracia, entendida como gobierno del pueblo y para el pueblo, se ve reducida a un cascarón, vacío de contenido, pues el pueblo, en cuyo nombre se gobierna, no tiene dinero ni padrinos ricos para hacer valer sus intereses. La democracia es también mercancía, y no es exagerado decir que tendrá acceso a ella quien tenga para pagar boleto de entrada; pero el problema se agudiza, pues en tanto la riqueza siga acumulándose y el número de pobres aumentando, serán más los excluidos, pues la igualdad económica, supuesto básico de la igualdad política real, va desapareciendo. Consecuentemente, sólo en una sociedad con distribución equitativa podría haber iguales derechos políticos y de todo tipo; en una tan polarizada como la actual, es una ficción.