Una economía excesivamente estatizada, sin control del gasto público, desdeñosa de las variables macroeconómicas, en perpetua guerra con la inversión privada por los espacios económicos, partidaria del despilfarro y del endeudamiento, es ciertamente una economía profundamente ineficaz y que daña principalmente a los que menos tienen.
Pensar de manera optimista, creer incluso que los llamados populistas están en contra de retornar a ese modelo fracasado. Pero si esto es cierto, más cierto es todavía que no se puede seguir montados en una economía cuyo crecimiento y prosperidad beneficien sólo a unos cuantos privilegiados, mientras la mayoría se debate en la penuria y los sufrimientos de todo tipo.
Lo que México requiere está perfectamente claro y no se justifica, por eso, tanto rollo y tanta alharaca en torno a la cuestión: hay que levantar una economía de mercado, sí, pero ordenada, responsable, sin deudas ni crisis, que dé su lugar a la empresa privada pero también al Estado como promotor de la justicia social, que sea eficiente, es decir, que crezca y que genere riqueza, mucha riqueza a precios competitivos para el mundo con el que comerciamos. Pero junto a todo esto, es indispensable que también se proponga, y lo lleve a cabo con mano firme un reparto más equitativo de la renta nacional, como lo está demandando a gritos la precaria situación de las grandes masas de marginados e indigentes.