domingo, abril 10, 2016

Crecimiento económico, ¿para quién?

(Segunda y última parte)

Es lo que los expertos llaman la captura del Estado, es decir cuando ciertos grupos con intereses específicos logran controlar el proceso de toma de decisiones de nuestros gobernantes para obtener beneficios particulares por encima del interés general de la sociedad, ya sea adjudicaciones, leyes a modo o condiciones ventajosas de inversión. En México tenemos múltiples y constantes ejemplos, la anterior ley de telecomunicaciones que coloquialmente, se llamaba directamente Ley Televisa, los sobornos para conseguir contratos,…

Para Benjamin Cokelet, director del Proyecto sobre Organización, Desarrollo, Educación e Investigación (PODER) las grandes fortunas empresariales son la muestra más clara de la desigualdad en México. De 46 miembros del Consejo Mexicano de Negocios, 37 controlan casi 40% del PIB, muchas veces, gracias a las adjudicaciones del Estado. El privilegio del Estado a pequeños sectores no ayudan al crecimiento económico ni a la redistribución de la riqueza. Las mismas organizaciones financieras liberales lo denuncian. En 2012 la OCDE concluyó que, entre 2005 y 2009, el comportamiento monopólico de las empresas de telecomunicaciones de Carlos Slim se había traducido en una pérdida de bienestar para los mexicanos superior a los 129 mil millones de dólares, aproximadamente el 1.8% del PIB por año.

La captura política y la desigualdad, señala Esquivel, “han creado un crecimiento excluyente que ha hecho todo menos reducir la pobreza”.

La metáfora urbana de esa economía mexicana es Santa Fe. El distrito financiero de México se erigió sobre lo que antes era un basurero con sus barrios aledaños de pepenadores. Ahora Santa Fe es la imagen del México pujante y moderno con edificios que hacen cosquillas al cielo, una ciudad aparte que esconde en sus barrancas a los trabajadores más bajos de la escala laboral. María, la joven que hace el aseo de su centro comercial vive en uno de sus barrios, apenas a 3 kilómetros de su trabajo. En una colonia de casas de madera y lámina, renta un cuarto más pequeño que los baños que limpia, con azulejos de mármol.

Desde el piso 15 del rascacielos donde se encuentra la agencia de publicidad que trabaja Jazmine apenas se vislumbran los hoyos donde viven María y los empleados más humildes de los corporativos. Desde el despacho de su jefa, la misma cuyo salario ronda los 80 mil pesos, aquellos techos se ven muy lejos.

–¿Alguna vez miras para abajo? –pregunto pegada a la cristalera mientras ella trabaja en su computadora.


–No, me da vértigo– dice sin voltearse.

Crecimiento económico, ¿para quién?

(Primera parte) 

Entonces, si los pobres siguen siendo los mismos y la clase media está cada vez más empobrecida, el crecimiento económico va a parar a muy pocas manos.

Los ricos no contestan encuestas, según coinciden los estadistas, pero desde 1996 la revista Forbes –una de las principales publicaciones de referencia en negocios y liderazgo– publica listas anuales con los activos de los más pudientes del mundo. En ese año entre las personas con fortunas superiores a los mil millones de dólares, México tenía 15 connacionales. 18 años después, en 2014, había solo uno más. Entre 1996 y 2014 la fortuna promedio de ese selecto grupo pasó de mil 700 millones de dólares por persona a los 8 mil 900. Un mexicano del 20% más pobre tiene  mil 200 pesos.

Cuatro multimillonarios se mantienen a la cabeza de los 15 más ricos de México en los últimos 20 años. Son: Carlos Slim, dueño de Telcel y de la principal operadora de telefonía móvil en toda América Latina, América Móvil; Germán Larrea, presidente del Grupo México; Alberto Bailleres, presidente del Grupo Peñoles; y Ricardo Salinas Pliego, presidente del Grupo Salinas.

Además de su extrema riqueza, estos cuatro multimillonarios tienen en común que una parte significativa de su fortuna viene de sectores privatizados, concesionados y/o regulados por el sector público. Slim incrementó masivamente su fortuna al controlar Telmex, empresa mexicana de telefonía fija privatizada allá por 1990. Telmex fue el paso de expansión hacia América Móvil.

Germán Larrea y Alberto Bailleres son dueños de empresas mineras que explotan concesiones otorgadas por el Estado mexicano. Ricardo Salinas Pliego obtuvo el control de una cadena nacional de televisión al adquirir a la televisora pública Imevisión.

La desigualdad entre la clase media

No hay un concepto unívoco para definir que es eso que llamamos clase media. El INEGI hizo apenas la primera investigación “experimental” sobre la clase media en la que dividen a la sociedad mexicana en 7 estratos de ingresos a partir de los datos arrojados por la ENIGH 2010. Según esa estratificación la clase media terminaría en los 21 mil 801 pesos. Es decir que si ganas más eres el 2.5% de la población y ya eres de clase alta. Tú y hasta Slim.

Con los datos de esa encuesta actualizados con la inflación por Animal Político, la clase media empezaría en aquellas personas que tienen un sueldo unipersonal mensual de poco más de 4 mil pesos en la ciudad o de 3 mil 195 en el campo.

Pero más que económico el concepto de clase media es aspiracional, es una ilusión social. El economista neoliberal Luis de la Calle causó mucho revuelo al afirmar hace cinco años que México ya era un país de clase media. Claro que el mismo lo matiza en su libro Clasemediero: Pobre no más, desarrollado aún no: “la clase media mexicana no necesariamente se acerca a los estándares de la vida de la clase media internacional”. Para De la Calle ser clasemediero en México es identificarse como tal, lo que te posiciona a distancia de los pobres y a distancia de los ricos y no importa que asistamos a un amplio espectro de ingresos dentro de los que así se identifican. “A pesar de las diferencias en el nivel de ingreso, existen similitudes en su concepción de la vida y su lugar en la sociedad”, enfatiza.

Jazmine tiene visa para entrar a Estados Unidos y en vacaciones viaja a ciudades como Nueva York o explora países paradisíacos como Costa Rica. Pero de lunes a viernes tiene que recorrer 35 kilómetros que en transporte público y a las 7 de la mañana se convierten en dos horas de camino. Durante tres años cambió su barrio en el límite entre la Ciudad de México y el estado para vivir en la Roma, una de las colonias de moda de la capital mexicana donde florecen los cafés, las galerías y los restaurantes. Dormía más pero no le alcanzaba para los gastos. Ahora renta una casa entera por menos de la mitad que rentaba un cuarto en la Roma. Y paga sus dos tarjetas de crédito. Quiere empezar a ahorrar. Sus padres a su edad ya tenían tres hijos y una casa. Su madre se quedó viuda a los 35 años, cuando Jazmine tenía apenas 8 años y aún así pudo asegurarles la educación particular hasta la prepa a todos sus hijos. Para costearse la universidad Jazmine empezó a trabajar. Diez años después y con un mejor trabajo que su madre, ve esas metas como un imposible todavía para ella.


La capacidad adquisitiva de los mexicanos ha caído tres cuartas partes en los últimos 40 años. En 1976, con un salario mínimo, una familia podía comprar hasta casi cuatro veces más de lo que puede adquirir ahora. Los niveles de pobreza se han mantenido estables en los últimos 20 años sin embargo, la tasa de crecimiento del PIB per cápita mexicano ha sido de más de un 1% anual en esos mismos años.

El salario mínimo, una ridiculez

(Parte 2) 

“Hay una naturalización de la desigualdad, siempre se ha vivido en una sociedad desigual y hay una altísima tolerancia que explica también la ostentación que los ricos hacen en este país”, explica la socióloga Cristina Bayón, experta en desigualdad y segregación social.

Óscar, vendedor como Adriana en un Sanborns, recuerda el día que llegó un hijo de Slim a la tienda. “Avisaron al jefe y luego llegaron muchos guaruras y cerraron la tienda, cuando llegó el señor, tuvo la tienda y el restaurante para él solo, pero fue muy amable”.
– ¿Cómo ves qué trabajas para el hombre más rico del mundo?
– Pues sí es raro pensar que tú no ganas para sobrevivir y que él tiene tanto, pero entiendo que él da trabajo –dice resignado de camino al Metro. Le falta una hora y media para llegar a su casa, en un suburbio de la Ciudad de México.

Entre Óscar, Adriana y su patrón hay tantas diferencias económicas que cuesta pensar que tienen algo en común. Pueden votar en las mismas elecciones o le van a la misma selección de futbol. Pero el único hilo que les une es una relación contractual. En México cuando la pobreza y la riqueza están del mismo lado, es porque el pobre es empleado del rico.

Rocío limpia una agencia de publicidad por el mismo sueldo que María,  mil 800 pesos a la quincena con prestaciones de ley y Seguro Social. Rocío confiesa que su último lujo se lo dio hace dos años, cuando su hijo, mesero, la invitó a comer en una cadena de restaurantes italianos para celebrar que había cobrado su primera quincena. El precio promedio por persona en el restaurante en el que comieron es de 250 pesos, más de dos días de sueldo de Rocío. El trabajador más novato de esa misma oficina, Fer, ya con licenciatura de mercadotecnia, cobra 3.5 veces más que Rocío, pero con recibo de honorarios, sin prestaciones ni seguro social.

Jazmine ejecutiva de cuentas senior en la misma agencia, con clientes como el principal sistema de televisión satelital, gana más de la mitad de Fer y cinco veces más que Rocío. Y entre transporte para llegar a la oficina y en el almuerzo diario, subvencionado por la empresa, gasta al menos 120 pesos, los mismos  que reciben por un día de trabajo Rocío o María. Ana, también ejecutiva de cuentas y con más antigüedad en la empresa, gana 25 mil pesos mensuales, el doble que lo que gana Fer, pero no le alcanza para terminar de construir su casa. La empleada mejor pagada de la agencia ronda los 80 mil pesos.


Tanto Fer como Jazmine, Ana y la empleada que cobra 80 mil pesos se consideran clase media. También Adriana, la dependienta de Sanborns, se define como tal porque va a una escuela privada, a pesar de que con su salario solo puede pagar la colegiatura. U Oscar que pierde tres horas al día para desplazarse de su casa al trabajo y viceversa pero va con saco a laborar.

El salario mínimo, una ridiculez

Según la última Encuesta Nacional de Ocupación y Empleo del INEGI, en 2014 había 49 millones y medio de mexicanos con trabajo. El salario mínimo es de 70.1 pesos diarios en las zonas mejores pagadas como en la capital y otras zonas urbanas, pero la canasta alimentaria básica en la ciudad –es decir lo que un mexicano gasta diariamente para comer – cuesta 42.8 pesos.

Si contamos que, según el INEGI, el mexicano promedio tiene al menos un dependiente económico, el salario mínimo aprobado cada año por el gobierno no les permite ni siquiera comer. El propio estado establece la línea de bienestar mínima (la canasta alimentaria más los gastos de vivienda, transporte, vestido y calzado, salud y educación), en 2 mil 628 pesos por persona en la zona urbana y en mil 679.32 en la rural. Más de la mitad de los trabajadores mexicanos y sus hogares no llegan a conseguirlos. Son pobres pese a tener un empleo.

María, la empleada de limpieza del Centro Comercial Santa Fe gana 3 mil 600 pesos al mes y camina los tres kilómetros que la separan de su trabajo a casa para ahorrarse los 5 pesos que le cuesta el autobús. A sus 32 años, si quisiera embarazarse no podría alimentar al bebé.
Adriana, la chica que vende libros en Sanborns, no podría estudiar si no viviera en casa de sus padres. Estos porcentajes se agravan en estados como Chiapas donde la población que gana mensualmente menos de dos salarios mínimos es 70% de los trabajadores.

“La situación es grave a grados tales que contraviene lo estipulado en la Constitución: en ella se estipula que un salario mínimo debe garantizar un nivel de vida digno…” subraya el doctor en Economía por la Universidad de Harvard, Gerardo Esquivel. Y ahí no termina: solo Haití está peor que México en toda América Latina.

Para sumarle gravedad, México es, después de Brasil, el país con más multimillonarios de la región. Solo el patrimonio de la familia Slim equivale al 6.3% del Producto Interior Bruto Nacional. El ingreso total del 20% más pobre de la población, cerca de 25 millones de personas representa solo el 4.9% del PIB.


Con Slim, en México hay 2 mil 540 multimillonarios cuyos activos netos individuales son de 30 millones de dólares o más. Es decir que una población que cabría en un dos trenes del metro maneja el 43% de la riqueza total individual del país. Mientras, a 61 millones de mexicanos, el equivalente a toda la población de Italia, no les alcanza siquiera para vivir dignamente.

La distribución del ingreso, cuestión de vértigo

Las 85 personas más ricas del mundo poseen la misma riqueza que la mitad más pobre de la humanidad. El hombre que pelea el primer lugar en esa lista es mexicano y su fortuna equivale al 6% del PIB, mientras a 61 millones no les alcanza para vivir dignamente. Esta es la primera entrega de una serie semanal sobre desigualdad en México.

Las alturas de este país marean. En la plaza comercial más grande de México se vende una marca cuya bolsa más cara vale 690 mil pesos. Entre los más de medio millón de metros cuadrados y 500 establecimientos que pueblan el Centro Santa Fe, María limpia uno de los 38 baños por menos de 19 pesos la hora. Para intentar comprar aquella bolsa, María necesitaría dedicar todos sus salarios durante 15 años y medio, y no lo podría hacer porque no tendría capacidad de ahorro.



La primera bolsa de esa edición –limitada, numerada y elaborada con un asa en cadena de oro– se vendió en este país. La marca es francesa pero se comercializa en tiendas nacionales que cotizan en otra bolsa, la de valores. La vendedora, en México, cobra 5 mil pesos. La quincena de sueldo base (menos de 700 dólares al mes) en cualquiera de los dos grandes almacenes de lujo que son propiedad, a su vez, del primer y tercer hombre más rico de México, Carlos Slim y Alberto Bailleres, respectivamente.

En otra de las tiendas de Slim, la empleada que despacha libros y revistas gana un salario base de 2 mil 400 pesos a la quincena. Los mismos pesos que el dueño de esa empresa gana cada 20 minutos por rentabilidad bancaria.

La desigualdad ha aumentado en todo el mundo en las últimas tres décadas, pero los mexicanos son alumnos avanzados en la repartición desigual. El país es el segundo más inequitativo de los 34 que integran la Organización para la Cooperación y Desarrollo Económico (OCDE), solo por detrás de Chile en cuanto a la política pública se trata. En la brecha salarial, va a la cabeza. El 10% de los trabajadores mexicanos mejor pagados ganan 30.5 veces más que el 10% que gana menos.
En países con crisis severas como España, los ricos ganan 13.8 veces más que los pobres, 3 puntos más que en 2006, pero aún así, ni siquiera hay la mitad de las diferencias que en México. En estados con un modelo de bienestar consolidado como Finlandia, la brecha salarial se sitúa en 5.5.

Mientras el 10% más pobre de Finlandia tiene al menos una ayuda del estado que le asegura, según su Sistema de Seguridad Social, “los gastos de alimentación, vestido, higiene personal, peluquería, suscripción a un periódico, la factura del teléfono y para poder tener al menos un hobby”, al 20% más pobre de México , 23 millones de mexicanos, no les alcanza ni para comer tres veces al día. 


¿A quién benefician los tratados comerciales y los acuerdos de cooperación?

(Tercera y última parte)
Y esa nueva forma de dominio es, precisamente, la “teoría de la globalización”, cuya aplicación concreta son los tratados de libre comercio y los acuerdos de cooperación. Los teóricos de la “globalización” aseguran que ésta no es otra cosa que llevar a una nueva escala, a una escala regional, continental (o mundial si fuera posible), la política del “librecambio”, cuyo carácter innegablemente progresista, benéfico e indispensable para un desarrollo general y compartido de todos los países de la tierra está fuera de duda, como lo prueba la teoría económica moderna. En el seno de la globalización no caben la desigualdad, la inequidad, la dominación de unos por otros, los privilegios para unos en detrimento de los demás. Allí todo es igualdad, desarrollo compartido, ayuda mutua, progreso para todos. Jauja, pues, en una palabra. Pero a estas alturas se sabe bien que ese discurso es pura paja, puro humo en los ojos; que la igualdad y la reciprocidad rigurosas de que habla se fundan en una falacia evidente: la total asimetría entre los países firmantes que hace que todas las bondades que en ellos se estipulan solo puedan ser plenamente aprovechados por el país poderoso, por los monopolios que se hallan detrás de tales tratados, mientras que la parte débil no está de ninguna manera en condiciones de hacer lo mismo y debe conformarse, por tanto, con las migajas que los monopolios establecidos en su territorio puedan o quieran otorgarle.
Sin embargo, los tratados “antiguos”, como nuestro TLC, tienen varias “deficiencias” a juicio del capital monopolista. Tres principalmente: a) las inversiones y sus dueños quedan sujetos a las leyes del país huésped; b) las relaciones obrero-patronales deben someterse a la ley laboral del mismo país; c) los contratantes quedan en libertad de firmar pactos semejantes con otros países, incluso si son “enemigos” del país dominante en el tratado. Esto se tiene que acabar, dicen ahora los dueños del gran capital. 1.- Las inversiones extranjeras deben ventilar sus conflictos con los gobiernos locales en un tribunal especial, haciendo a un lado el Estado de Derecho del país receptor; 2.- las relaciones laborales deben “flexibilizarse” a grado tal que, de hecho, el obrero esté a merced absoluta del patrón; 3.- el tratado debe tener carácter “exclusivo”, es decir, el mercado así formado será monopolio del socio más poderoso. En suma, pues, los nuevos modelos de tratado acaban de un solo golpe con los pocos y maltrechos restos de soberanía nacional que los pactos antiguos dejaban a los países pobres. Se trata, ni más ni menos, que de una verdadera anexión, tal como ocurría con las antiguas “colonias” y “protectorados”. De este tipo de tratado es el famoso TPP al que acaba de sumarse México. En realidad, de verdad: ¿qué futuro nos espera a los mexicanos?    

¿A quién benefician los tratados comerciales y los acuerdos de cooperación?

(Segunda parte)
Fue esto, y ninguna otra cosa, lo que desató la fiebre de “colonización” de territorios supuestamente “vacíos” en Asia y en África principalmente; fiebre que hizo su aparición en las últimas tres décadas del siglo XIX y en buena parte de la primera mitad del XX. Inglaterra, Francia, Italia, Bélgica, y en menor medida Alemania y Portugal, se repartieron todo el continente africano y parte importante del Cercano, Medio y Lejano Oriente; y fueron estas mismas potencias europeas las que comenzaron a crear “protectorados” y “zonas de influencia” para hacerse de territorios más poblados y, por tanto, ya no “colonizables”, con el fin de asegurarse el mayor espacio posible para sus exportaciones de mercancías y de capitales sobrantes.
Los movimientos de liberación nacional que surgieron en esos países y regiones, sumados al terror que provocó en las élites monopolistas el surgimiento y desarrollo del socialismo, primero en Rusia y luego en toda la Europa de Este, las obligó a abandonar (no sin una sangrienta y encarnizada resistencia) la política de colonización y de “protectorados”. Fue entonces cuando aparecieron y se pusieron de moda los “golpes de Estado” contra gobiernos insumisos, protagonizados por civiles o por las castas militares autóctonas, cuyo objetivo era colocar en el poder a gobernantes títeres, obedientes a la voz y a los intereses de los grandes monopolios del planeta y de los gobiernos que los representaban. Surgieron los “gorilatos” en América del Sur, los dictadores sanguinarios y corruptos (como Mobutu en África y Suharto en Indonesia), las monarquías y hasta las repúblicas hereditarias, todos ellos sostenidos y defendidos por los intereses monopólicos del planeta. Esa fue la historia de la segunda mitad del siglo XX.
Pero vino la caída del muro de Berlín (1989) y tras él la bancarrota total del  “bloque socialista” (1991), y así llegó la hora de la “democracia universal”, de los “derechos humanos”, de la lucha contra “las dictaduras”, contra el “terrorismo” y contra el “narcotráfico”. En tales condiciones, se volvieron imposibles y hasta contraproducentes los golpes de Estado a cara descubierta, los gorilatos y los dictadores brutales y cínicos. La historia, la evolución de la sociedad, logró desaparecer las antiguas formas de dominación imperialista pero no la necesidad económica que las había generado; no el fenómeno de la acumulación excesiva de mercancías y capitales ociosos y su exigencia de más y mayores mercados para su consumo e inversión. Hubo, pues, que crear una forma nueva, moderna, suave y “civilizada” para conservar (e incluso mejorar si fuera posible) el control total, absoluto, monolítico y sin fisuras, de los países débiles y rezagados, de sus mercados de productos y de capitales, de sus riquezas naturales y de sus grandes yacimientos de minerales y de sustancias energéticas (petróleo y gas principalmente), para provecho exclusivo de los grandes monopolios.

¿A quién benefician los tratados comerciales y los acuerdos de cooperación?

(Primera parte)
No es difícil demostrar, incluso con cifras al canto, que hace ya un buen rato que el capitalismo o “economía de libre empresa” dejó atrás la fase de la libre competencia para internarse resueltamente en la fase de los monopolios, en la fase de la economía dominada por capitales inmensos que crean empresas igualmente gigantescas de alcance mundial. Y no es que la libre competencia haya sido erradicada de la faz de la tierra; simplemente ha perdido su carácter central, dominante, para pasar a ocupar un lugar enteramente subordinado, enteramente subsidiario con respecto a las grandes empresas monopólicas de la actualidad.
La consecuencia más trascendental de esta transformación de la libre competencia en una economía cartelizada, trustificada, dominada por el monopolio, tiene un doble carácter. En primer lugar, gracias al gran tamaño que alcanzan las nuevas empresas, sumado a una mejor organización de su actividad productiva y al continuo y rápido perfeccionamiento técnico de las máquinas, de las herramientas y de todos los medios auxiliares del proceso productivo mismo, se genera con gran rapidez una enorme cantidad de mercancías que en poco tiempo rebasa la capacidad de consumo del mercado interno y comienza a acumularse, a formar un gran excedente de productos terminados que necesitan (y exigen) la apertura de nuevos mercados más allá de las fronteras nacionales.
Por otra parte, el dominio generalizado de los monopolios crea importantes ahorros de capital al eliminar los gastos superfluos que origina la libre competencia, al fomentar una mayor eficiencia de las inversiones y al reducir la demanda de capital para el establecimiento de nuevos negocios, precisamente por haber reducido drásticamente el número de inversionistas y de empresas al suprimir la libre competencia. Además, los monopolios, al quedar como dueños absolutos del mercado, multiplican la escala de su producción para poder satisfacer una demanda súbitamente incrementada, organizan mejor la distribución de sus productos eliminando intermediarios y fijan los precios de sus mercancías, con lo cual se aseguran una sobre ganancia en relación con la utilidad media fijada por el mercado “libre”. Todo esto, actuando simultáneamente, genera una enorme concentración de capital ocioso que, junto con el excedente de productos, busca (y exige) nuevos mercados, nuevos espacios económicos donde poder invertirse productivamente, de acuerdo con su naturaleza intrínseca de capital, es decir, de dinero que se incrementa a sí mismo.